Cada mañana, entre el humo y el olor a aceite del barrio obrero, la sirena
de la fábrica mugía y temblaba. Y de las casuchas grises salían
apresuradamente, como cucarachas asustadas, gentes hoscas, con el cansancio
todavía en los músculos. En el aire frío del amanecer, iban por las callejuelas
sin pavimentar hacia la alta jaula de piedra que, serena e indiferente, los esperaba
con sus innumerables ojos, cuadrados y viscosos. Se oía el chapoteo de los
pasos en el fango. Las exclamaciones roncas de las voces dormidas se
encontraban unas con otras: injurias soeces desgarraban el aire. Había también
otros sonidos: el ruido sordo de las máquinas, el silbido del vapor. Sombrías y
adustas, las altas chimeneas negras se perfilaban, dominando el barrio como
gruesas columnas.
Por la tarde, cuando el sol se ponía y sus rayos rojos brillaban en los
cristales de las casas, la fábrica vomitaba de sus entrañas de piedra la
escoria humana, y los obreros, los rostros negros de humo, brillantes sus
dientes de hambrientos, se esparcían nuevamente por las calles, dejando en el
aire exhalaciones húmedas de la grasa de las máquinas. Ahora, las voces eran
animadas e incluso alegres: su trabajo de forzados había concluido por aquel
día, la cena y el reposo los esperaban en casa.
La fábrica había devorado su jornada: las máquinas habían succionado en los
músculos de los hombres toda la fuerza que necesitaban. El día había pasado sin
dejar huella: cada hombre había dado un paso más hacia su tumba, pero la
dulzura del reposo se aproximaba, con el placer de la taberna llena de humo, y
cada hombre estaba contento.
Hoy 1 de mayo:
Día de los Trabajadores