Una condición primordial del desarrollo satisfactorio de
las exterminaciones, era la docilidad de las víctimas. Importaba, ante todo, mantener
una calma tan completa como fuese posible durante toda la operación de llegada
y de desnudo. ¡Sobre todo nada de gritos ni agitaciones! Así, pues, se
anunciaba a los judíos seleccionados para la muerte inmediata, que antes de ser
conducidos hacia un campo de reposo debían pasar por un establecimiento de
baños y desinfección.
En este ambiente poco habitual, los niños de corta edad
generalmente se ponían a lloriquear. Pero una vez consolados por su madre o por
los hombres del kommando, se calmaban
y marchaban hacia las cámaras de gas jugando y bromeando, con un juguete entre
sus brazos. Mujeres completamente conscientes de su destino, con un miedo
mortal en su mirada, encontraban de nuevo la fuerza para bromear con sus hijos
y tranquilizarlos.
Una de ellas se me acercó al pasar y murmuró, mostrándome
a sus cuatro hijos que se cogían tranquilamente por la mano, para ayudar al
menor de ellos avanzar sobre un terreno difícil: “¿Cómo puede usted tomar la
decisión de matar a unos niños tan hermosos? ¿Es qué no tiene corazón?”
Otro día, observé a una joven que no paraba de correr de
un lado para otro de la habitación para ayudar a desnudar a los niños y las
ancianas, tenía para todos una palabra de amabilidad. Ella misma iba acompañada
de dos niños en el momento de la selección. Su agitación y su aspecto físico me
habían sorprendido: no parecía en absoluto una judía. Fue una de las últimas en
entrar en el “bunker”, se paró en la entrada y dijo:
“Sabía desde un principio que se nos había conducido a
Auschwitz para ser gaseados. Me encargué de dos niños para escapar a la
selección de los detenidos capaces de trabajar. Quería sufrir mi suerte con
plena consciencia. Espero que todo termine pronto. Adiós”.
Hoy 27 de enero:
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