Una de las mayores crueldades del
cáncer son los efectos secundarios de los tratamientos. Rodger le había
advertido que se sentiría mal, que no podría levantarse del suelo del cuarto de
baño y yacería allí hecha polvo. No fue así, pero las llagas que le salieron en
la boca le impedían comer, beber o hablar sin sufrir auténticos dolores. Luego
llegaron la diarrea, el estreñimiento y la postración. Cuando resultaba que
tenía el nivel de glóbulos rojos bajo, una transfusión le servía de ayuda. Pero
a menudo estaba pura y simplemente cansada. Y mantener el peso era una lucha
constante: no tenía hambre y la quimioterapia le daba a todo un sabor horrible.
Por fortuna, la doctora O’Reilly
estaba al tanto de todo. Entendía, a diferencia de muchos médicos, que una
espantosa llaga en la boca o tener que dedicar entre cinco y diez minutos a
hacer tus necesidades por la mañana eran dolencias que requerían tratamiento igual
que lo requiere el cáncer. Tratar una enfermedad que no es curable (como en el
caso de mi madre) es, en esencia, un recurso paliativo: el objetivo es tanto
demorar el avance de los tumores como ofrecer una calidad de vida razonable
mientras tanto. Así que todas las visitas a la doctora conllevaban un
interrogatorio en el que O’Reilly se afanaba por que mi madre se sincerase
sobre el dolor que tenía en realidad (pese a que mi madre se negaba a utilizar
l apalabra “dolor” y prefería hablar de sus niveles de malestar) para regular
el tratamiento médico en consecuencia.
Hoy
4 de febrero:
Día Mundial contra el
cáncer
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