Por
labios de Celso hablaba el más recóndito anhelo de toda aquella masa popular,
esclava del aburrimiento levítico. Las niñas casaderas y no pocas casadas y
jamonas, disimulaban a duras penas el entusiasmo que les producía aquel
predicador del diablo. ¡Y lo más gracioso era pensar que se trataba de don
Celso el del colegio, que nunca había tenido novia ni trapicheos!
Como a
dos pasos del orador, le oía arrobada, con los ojos muy abiertos, la
respiración anhelante, Cecilia Pla, una joven honestísima, de la más modesta
clase media, hermosa sin arrogancia, más dulce que salada en el mirar y en el
gesto; una de esas bellas que no deslumbran, pero que pueden ir entrando poco a
poco alma adelante. Cuando llegó el momento solemnísimo de regalar el
triunfante Demóstenes de Antruejo la joya de pesca a la mujer más de su gusto,
a Cecilia se le puso un nudo en la garganta, un volcán se le subió a la cara;
porque, como en una alucinación, vio que, de repente, Celso se arrojaba de
rodillas a sus pies, y, con ademanes del Tenorio, le ofrecía el premio de la
elocuencia, acompañado de una declaración amorosa ardiente, de palabras que
parecían versos de Zorrilla... en fin, un encanto.
Todo
era broma, claro; pero burla, burlando, ¡qué efecto le hacía la inesperada
escena a la modestísima rubia, pálida, delgada y de belleza así, como recatada
y escondida!
El
público rió y aplaudió la improvisada pasión del famoso don Celso, el del
colegio. Allí no había malicia, y el padre de Cecilia, un empleado del almacén
de máquinas del ferrocarril, que presenciaba el lance, era el primero que
celebraba la ocurrencia, con cierta vanidad, diciendo al público, por si acaso:
-Tiene
gracia, tiene gracia... En Carnaval todo pasa. ¡Vaya con don Celso!
A la
media hora, es claro, ya nadie se acordaba de aquello; el bosque de los
Negrillos estaba en tinieblas, a solas con los murmullos de sus ramas secas;
cada mochuelo en su olivo. Broma pasada, broma olvidada. La Cuaresma reinaba;
el Clero, desde los púlpitos y los confesonarios, tendía sus redes de pescar
pecadores, y volvía lo de siempre: tristeza fría, aburrimiento sin consuelo.
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