(Empieza la comida: un desfile interminable de platos. Braulio,
en vez de disimular, se queja de que están mal cocinados. Su mujer se pasa un
sofoco tremendo). A todo esto, el
niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar las aceitunas a un plato de magras
con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver claro en
todo el día; y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir
dejando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas.
(El comensal de enfrente se dispone a trinchar un capón
asado, que se escapa del tenedor) y se posó en el mantel tranquilamente, como pudiera en un palo de un
gallinero. El susto fue general, y la alarma llegó a su colmo cuando un
surtidor de caldo, impulsado por el animal furioso, saltó a inundar mi
limpísima camisa. Levántase rápidamente a este punto el trinchador con ánimo de
cazar al ave prófuga, y, al precipitarse sobre ella, una botella que tiene a la
derecha, con la que tropieza su brazo, abandonando su posición perpendicular,
derrama un abundante caldo de Valdepeñas sobre el capón y el mantel. Corre el
vino, auméntase la algaraza, llueve la sal sobre el vino para salvar el mantel…
Una criada, toda azorada, retira el capón en el plato de su salsa; al pasar
sobre mí, hace una pequeña inclinación, y una lluvia maléfica de grasa,
desciende, como el rocío sobre los prados, a dejar eternas huellas en mi pantalón
color de perla. La angustia y el aturdimiento de la criada no conocen término.
Retírase atolondrada sin acertar con las excusas; al volverse tropieza con el
criado que traía una docena de platos limpios y una bandeja con las copas para
los vinos generosos y toda aquella máquina viene al suelo con el más horroroso
estruendo y confusión…
¿Hay más desgracia? ¡Santo cielo! Sí, las hay para mí, infeliz. Doña Juana,
la de los dientes negros y amarillos, me alarga de su plato y con su propio
tenedor una fineza, que es indispensable aceptar y tragar. El niño se divierte
en despedir a los ojos de los concurrentes los huesos disparados de las
cerezas. Don Leandro me hace probar el manzanilla exquisito, que he rehusado,
en su misma copa, que conserva las indelebles señales de sus labios grasientos.
Mi gordo fuma ya sin cesar, y me hace cañón de su chimenea…
MARIANO JOSÉ DE LARRA, nació el 24 de marzo de 1809, en
Madrid.
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