Tienes que sentir lo indigna que eres de ello después de tu conducta de
ayer. Desnúdate, y si sigues ofreciendo la más ligera resistencia a mis deseos,
dos hombres te esperan en mi antecámara para llevarte a un lugar del que no
saldrás en toda tu vida.
— ¡Oh, señor! —digo llorando y precipitándome a las rodillas de aquel
hombre bárbaro—, cambiad de idea, os lo suplico. Mostraos generoso para
ayudarme sin exigir de mí lo que me cuesta tanto que os ofrecería mi vida antes
que someterme a ello... Sí, prefiero morir mil veces que infringir los
principios que he recibido en mi infancia... Señor, señor, no me obliguéis, os
lo suplico. ¿Podéis concebir la dicha en medio de disgustos y de lágrimas? ¿Os
atrevéis a esperar el placer donde sólo veréis repugnancias? Así que hayáis
consumado vuestro crimen el espectáculo de mi desesperación os colmará de remordimientos...
Pero las infamias a las que se entregaba Dubourg me impidieron continuar.
¿Cómo había podido creerme capaz de enternecer a un hombre que ya encontraba en
mi propio dolor un acicate más a sus horribles pasiones? ¡Creeréis, señora, que
inflamándose con los agudos acentos de mis lamentos, saboreándolos con
inhumanidad, el indigno se preparaba él mismo para sus criminales tentativas!
Se levanta, y mostrándose finalmente ante mí en un estado en el que la razón
triunfa raras veces, y en el que la resistencia del objeto que la hace perder
no es si no un alimento más al delirio, me agarra con brutalidad, aparta
impetuosamente los velos que todavía siguen ocultando aquello de lo que arde por
disfrutar. Sucesivamente, me injuria... me halaga... me maltrata y me
acaricia... ¡Oh, qué escena, Dios mío! ¡Qué mezcla increíble de crueldad... de
lujuria! ¡Parecía que el Ser Supremo quisiera, en esta primera circunstancia de
mi vida, grabar para siempre en mí todo el horror que yo debía sentir por un
tipo de delito del que debía nacer la afluencia de los males que me amenazaban!
Pero ¿debía de quejarme de ello entonces? No, sin duda; a sus excesos debo mi
salvación. Con menos desenfreno, yo habría sido una muchacha manchada. Los
ardores de Dubourg se apagaron en la efervescencia de sus empresas, el cielo me
vengó de las ofensas a las que el monstruo iba a entregarse, y la pérdida de
sus fuerzas, antes del sacrificio, me preservó de ser su víctima.
DONATIEN ALPHONSE FRANÇOIS DE
SADE, MARQUÉS DE SADE, nació el 2 de junio de 1740, en París.
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