Siempre
he tenido muy presente el hecho de que la sal resulta imprescindible para la supervivencia
de casi todos los seres que pueblan el planeta, pero hubo momentos en los que
llegué a la conclusión de que tenía que existir una forma mucho más lógica de equiparar
la oferta a la demanda, puesto que los científicos calculan que si toda la sal
de 108 océanos se derramara sobre Europa, la hundiría bajo una capa de cinco
kilómetros de espesor, lo cual resultaba a todas luces desmesurado.
En
un principio, cuando la humanidad aún no se había multiplicado como plaga de
conejos omnívoros y destructivos, el frágil equilibrio natural se bastaba y
sobraba para proporcionar agua dulce por el viejo sistema de evaporar los mares
y dejar caer la lluvia sobre los continentes, pero cabría imaginar que al
forzar la máquina hemos acabado por dañarla irremediablemente, y ya no cubre
nuestras cada vez más exageradas exigencias.
Como
un motor mal reglado, a causa del ritmo tan atroz, nos ha llevado al efecto
invernadero, el viejo ciclo de las cuatro estaciones pierde ritmo, intercambia
sus funciones, actúa a destiempo, y el hombre se enfrenta pronto a la triste
realidad de que lo imprevisible se adueñado de sus cielos, y sus campos no le
ofrecen los frutos que antaño le otorgaran.
El
error no estriba por tanto en que haya demasiada sal en el mar, sino más bien
demasiados seres en la tierra.
Basándose
en un axioma tan simplista, tan sólo cabría plantearse dos soluciones válidas:
o reducir el número de seres humanos, o reducir la sal del mar. La primera no
parece haber proporcionado satisfactorios dividendos, visto que los hombres
llevan siglos aniquilándose por métodos cada vez más sofisticados sin que ello
mejore un ápice la situación, lo que tal vez lo más lógico sería empezar el
plan de la segunda opción, pese a que en apariencia ofrezca muchísimas más
dificultades. Desalar el agua del mar a un precio razonable parece más sensato,
que inventar una bomba atómica capaz de aniquilar un millón de personas de un
solo golpe.
-Ten
en cuenta -me respondió sonriente- que para desalar el agua del mar tenemos que
impulsarla a setenta atmósferas de presión a través de membranas de ósmosis
inversa. Y conseguir dicha presión exige el empleo de enormes turbo bombas que
consumen muchísima energía. Todo ello repercute sobre el precio del agua, y si
quieres entenderlo mejor te invito a visitar la planta.
Eso
fue todo, pero una frase se me grabó de inmediato en la mente: "Setenta
atmósferas de presión”.
¡Setenta
atmósferas! Yo no entendía nada de física, ni de química, ni de cómo funcionaba
una membrana de ósmosis inversa, pero sí había algo que había aprendido muy
bien durante mi época de buceador, dado que en ello me iba la vida: diez metros
de columna de agua equivalen a una atmósfera de presión.
Es
decir: una presión de un kilo por centímetro cuadrado.
Setenta
atmósferas equivalían, por tanto, a una profundidad de setecientos metros en el
fondo del mar. Jamás había descendido, ni remotamente, a setecientos metros, ya
que a lo más que había llegado era a sesenta, lo que casi me cuesta un
disgusto, pero ese pequeño detalle carecía de importancia.
Lo
que tenía que saber, ya lo sabía. La idea siguiente llegó por sí sola:
Si
se pudieran colocar membranas de ósmosis inversa a una profundidad de
setecientos metros, el agua salada se convertiría en dulce.
¡Simple!
Simple pero imposible. No obstante, siempre he sido de los que no consideran
que algo es imposible hasta que se convence de que lo es, por lo que dediqué
gran parte de mi tiempo libre -que por aquellos días era mucho- a diseñar
submarinos, campanas, boyas y toda clase de artilugios que pudieran contener
las susodichas membranas, calculando cómo podrían transformar el agua de mar, en
agua potable para devolverla más tarde a la superficie.
Aquello
resultaba tan complicado y absurdo que llegó un momento en que tanto mi familia
como amigos empezaron a dudar de mi capacidad mental.
Hoy
17 de junio:
Día Mundial de
lucha contra la Desertificación y sequía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario