El 28 de junio de 1914
amanece radiante. En la próspera Europa, las fábricas están en plena
producción, y las cosechas listas para la siega. Es un mundo feliz, en especial
para sus clases acomodadas: la aristocracia, los industriales, los banqueros,
los altos funcionarios y los políticos. The
idle rich, como dicen los ingleses. Gracias a los avances de la ciencia y
de la técnica, nunca se ha vivido mejor. La satisfecha sociedad occidental
contempla el futuro con optimismo. Es la belle époque, especialmente para los
pudientes.
Este verano promete ser
excepcionalmente tranquilo, como recordará Churchill en sus memorias. Han
comenzado las vacaciones. Los gobiernos se dispersan, los parlamentos cierran,
los balnearios y los casinos de ruleta abren. Para los políticos es tiempo de
relajarse y disfrutar, de mirarse al espejo, meter la barriga y pensar,
aprobadoramente.
El naipe defectuoso que va a
provocar el derrumbamiento del ilusorio castillo europeo es Sarajevo, capital
de Bosnia Herzegovina, una nueva provincia recién incorporada al imperio
austrohúngaro.
La pequeña ciudad de apenas
setenta mil habitantes, emplazada a la orilla de un río, en un valle, entre
montañas, se ha engalanado para recibir el heredero del trono austrohúngaro, el
archiduque Francisco Fernando, y, a su esposa, la duquesa Sofía Chotek.
A lo largo del itinerario
oficial, que discurre a la orilla rumorosa del río Miljacka, ciento veinte
policías vigilan la carretera. Quizá no sean muchos, pero Sarajevo tampoco es
una ciudad conflictiva. Precisamente por eso, porque es una ciudad tranquila y
no se espera demasiada vigilancia, la ha escogido una banda terrorista serbo
bosniana, la Mano Negra, para atentar contra el archiduque, el representante y
heredero del odiado emperador.
28 de julio
de 1914, es declarada oficialmente la 1ª Guerra Mundial
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