Níquel
Tenía yo en un cajón un pergamino decorado, en el que estaba escrito con
elegante caligrafía que Primo Levi, de raza judía, había obtenido la
licenciatura en Química con sobresaliente y matrícula de honor. Era, por lo
tanto, un documento de dos filos, mitad gloria y mitad escarnio, absolución por
una parte y condena por otra. Estaba metido en aquel cajón desde julio de 1941,
y noviembre acababa de terminar. El mundo se precipitaba hacia la catástrofe, y
alrededor mío no ocurría nada. Los alemanes habían inundado Polonia, Noruega,
Holanda, Francia y Yugoslavia y se introducían en las llanuras rusas como una
navaja en la mantequilla. Los Estados Unidos no se movían para ayudar a los
ingleses, que se habían quedado solos. Yo no encontraba trabajo y agotaba mis
fuerzas en busca de cualquier tipo de ocupación retribuida. En la habitación de
al lado, mi padre, aquejado de un tumor maligno, vivía sus últimos meses.
Sonó el timbre. era un joven alto y delgado, con uniforme de teniente del
Ejército real, y no tardé en reconocer en él la figura del mensajero, del
Mercurio que guía a las almas o, si queréis, del ángel anunciador. En una
palabra, alguien a quien uno espera, lo sepa o no, y que trae el mensaje
celestial que te va a hacer cambiar de vida, para bien o para mal, todavía no
se sabe, hasta que él no haya abierto la boca.
Abrió la boca, y tenía un marcado acento toscano, y preguntó por el doctor
Levi, que era yo, aunque pareciera mentira, porque al título no me había
acostumbrado todavía. Se presentó con toda educación y me propuso un trabajo.
¿Quién le había hablado de mí? Otro Mercurio, Caselli, el guardián inflexible
de la fama de los demás. La matrícula de honor de mi licenciatura menos mal que
había servido para algo.
El trabajo que me propuso era misterioso y fascinante. “En cierto lugar…
PRIMO LEVI, nació el 31 de julio de 1919, en Turín (ITALIA)
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