Pero cuando años después Martín
hablaba con Bruno de aquel encuentro apenas quedaban frases sueltas, el
recuerdo de una expresión, de una caricia, la sirena melancólica de aquel barco
desconocido: como fragmentos de columnas, y si permanecía en su memoria, acaso
por el asombro que le produjo, era una que ella le había dicho en aquel
encuentro, mirándolo con cuidado:
—Vos y yo tenemos algo en común,
algo muy importante. Palabras que Martín escuchó con sorpresa, pues ¿qué podía
tener él en común con aquel ser portentoso?
Alejandra le dijo, finalmente,
que debía irse, pero que en otra ocasión le contaría muchas cosas y que —lo que
a Martín le pareció más singular— tenía necesidad de contarle.
Cuando se separaron, lo miró una
vez más, como si fuera médico y él estuviera enfermo, y agregó unas palabras
que Martín recordó siempre:
—Aunque por otro lado pienso que
no debería verte nunca. Pero te veré porque te necesito.
La sola idea, la sola posibilidad
de que aquella muchacha no lo viese más lo desesperó. ¿Qué le importaban a él
los motivos que podía tener Alejandra para no querer verlo? Lo que anhelaba era
verla.
—Siempre, siempre —dijo con
fervor. Ella se sonrió y le respondió: —Sí, porque sos así es que necesito
verte. Y Bruno pensó que Martín necesitaría todavía muchos años para alcanzar
el significado probable de aquellas oscuras palabras. Y también pensó que si en
aquel entonces hubiera tenido más edad y más experiencia, le habrían asombrado
palabras como aquellas, dichas por una muchacha de dieciocho años. Pero también
muy pronto le habrían parecido naturales, porque ella había nacido madura, o
había madurado en su infancia, al menos en cierto sentido; ya que en otros
sentidos daba la impresión de que nunca maduraría: como si una chica que
todavía juega con las muñecas fuera al propio tiempo capaz de espantosas
sabidurías de viejo; como si horrendos acontecimientos la hubiesen precipitado
hacia la madurez y luego hacia la muerte sin tener tiempo de abandonar del todo
atributos de la niñez y la adolescencia.
En el momento en que se
separaban, después de haber caminado unos pasos, recordó o advirtió que no
habían combinado nada para encontrarse. Y volviéndose, corrió hacia Alejandra
para decírselo.
—No te preocupes —le respondió—.
Ya sabré siempre cómo encontrarte.
Sin reflexionar en aquellas
palabras increíbles y sin atreverse a insistir, Martín volvió sobre sus pasos.
ERNESTO SÁBATO,
nació el 23 de julio de 1937 en Buenos Aires
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